Habíamos dejado a nuestro amigo viajero, nada más y nada menos que en compañía del Príncipe Uimin (Yi Un) y su mujer, la princesa Masako Nashimoto (Yi Bangja), a bordo de un barco que lo estaba transportando desde Shimonoseki hasta la ciudad coreana de Busan. (Para más información te recomiendo la entrada de El viaje por Japón de Vicente Blasco Ibáñez). Aunque el viaje por el estrecho de Tsushima no fue del todo agradable, debido a los continuos vaivenes del barco y el fuerte temporal, finalmente llega a Busan, donde nos dice:
Estamos en Pusán, el puerto más importante de la Corea, organizado por los japoneses con todas las comodidades que exigen los transportes modernos. Desembarcamos fácilmente, y a corta distancia del muelle nos espera el tren que ha de llevarnos en diez horas a Seúl, la capital.
Necesito hacer una aclaración. Corea y Seúl son nombres que sólo usamos los blancos y desconocen los coreanos. El verdadero nombre de Corea para los del país es Chosen, y Seúl se llama en coreano Keijo.
Pisamos el suelo del ex reino de la Mañana Tranquila. El día es clarísimo, luce un sol juvenil en un cielo nítido azul, pero el frío resulta más extraordinario: un frío más crudo y hostil que el de los países donde fueron establecidas las grandes urbes humanas.
He de aclarar que aunque él comenta el tema de los nombres, en parte tiene razón pero también se equivoca. Seúl, era conocida por los coreanos como Hanseong, y más tarde los japoneses le cambiaron el nombre a Keijo, que es un nombre japonés. El nombre coreano para Keijo es Gyeongseong. Por otro lado, no debe sorprendernos el comentario de “los blancos” como algo racista. Recordemos que estamos en 1924 y la mentalidad de aquella época era muy diferente a la de ahora. Sin embargo, tal y como se lee a lo largo de todo el relato, Vicente Blasco Ibáñez no es alguien precisamente racista o que crea en la superioridad de “los blancos occidentales”, aunque haga uso de ese lenguaje, es más bien al contrario.
Es interesante destacar el frío. Corea es un país muy frío y su visita se produce en invierno en una época donde no se tenían las comodidades que tenemos ahora. Nada más llegar, el escritor valenciano se fija en la indumentaria de los coreanos y dos cosas le llaman mucho la atención: los trajes blancos de prácticamente todos los hombres con los que se cruza y sus “gorros” ridículos, realmente se refiere a los moños sangtu que sirven para recoger el pelo sobre la cabeza.
Empezamos a ver por todas partes hombres vestidos de blanco, todos ellos con una bata o amplia camisa hasta los talones, que aletea bajo el viento. Estas vestiduras parecen aumentar con su color de nieve la aguda sensación de frío que nos rodea.
Luego, los verdaderos coreanos, los que usan completo el traje nacional, van llegando atraídos por el desembarco de viajeros. ¿Cómo explicar la extravagancia de su indumento?… Visten todos la túnica blanca y debajo unos calzoncillos de igual color sujetos al tobillo, y unas sandalias de cuero o de paja. Esto no es extraordinario, aunque resulte poco comprensible que, en una tierra cuyo invierno es de los más crudos, vayan las gentes vestidas, veraniegamente, de algodón blanco. Su tocado es lo inverosímil. Todos llevan un sombrero de copa cuyo tamaño no llega a ser el de la mitad de su cabeza: un sombrero como el de los clowns, que se sostiene gracias a unas bridas atadas por debajo de la mandíbula inferior.
Sea cual sea el tocado de sus cabezas, los coreanos van a todas partes con una pipa de bambú de tubo larguísimo, que les precede lo mismo que una antena de insecto o la hoja del pez espada. A su final hay un hornillo de barro tan exiguo que pueden llenarlo con un pellizco de tabaco. Nunca abandonan esta pipa, y con ella en la boca labran los campos o construyen los edificios de las ciudades, lo que da a su trabajo una lentitud soñolienta.
Su estatura aventajada aún parece más alta cuando pasan al lado de sus dominadores los japoneses. Estos pigmeos disciplinados, activos y enérgicos, vestidos de gris, no tienen la majestad de los agentes coreanos con sus luengas túnicas blancas. Tal es su aire solemne de personajes decadentes y perezosos, que el observador acaba por acostumbrarse a su pequeño sombrero de payaso, y hasta encuentra cierta belleza a sus rostros largos, de nariz algo aplastada, tez pálida y barbas lacias.
No tengo fotografías de Blasco Ibáñez durante este viaje, pero esta fotografía de coreanos en Busan, aunque de 1903 (veinte años antes) debería servir para ilustrar lo que debió de encontrarse a su llegada a Corea.
Seguidamente nos habla de Corea y de su situación política, la verdad es que pocas veces he leído un comentario tan sarcástico y tan acertado al mismo tiempo. Se ve que, por mucho que se quisiera japonizar, Corea seguía teniendo su propia personalidad, y a ojos de cualquier extranjero se sabía que era un país colonizado contra su voluntad.
En nuestros tiempos se disputaron este reino decadente la China, Rusia y el Japón. El Imperio chino, gobernado por los soberanos manchúes, que procedían de los límites de la Corea, era el dominador. Pero el Imperio del Sol Naciente, deseando esparcir su exceso de población en el suelo asiático, había puesto sus ojos en el país de la Mañana Tranquila.
Con el pretexto de liberar a los coreanos de la “tiranía china”, hizo la guerra al Imperio de Enmedio en 1894, obligándolo a que reconociese la independencia de Corea. Después, como los rusos pretendían influir en la política de este país, hizo la guerra a Rusia en 1902, y la batió, siempre por defender la independencia de la pobre Corea. Y en 1910, para que nadie pudiese atentar más contra tal independencia, se anexionó simplemente la península coreana, declarándola colonia japonesa. Pocas veces se ha visto en la Historia tanta generosidad aparente encubriendo una hipocresía tan cínica.
También nos comenta sobre el hermetismo de Corea que le valió del apodo de “reino hermitaño”:
Hasta finales del siglo XIX la Corea fue un misterio. Ningún explorador europeo había penetrado en ella. Los geógrafos sólo podían saber lo que contaban los marinos después de navegar ante sus costas y los relatos algo vagos de los misioneros, más atentos a la conquista de las almas que al estudio físico del país. Todavía, en 1885, al escribir Élisée Reclus su famosa Geografía Universal confesaba la escasez de sus conocimientos sobre la península de Corea, país que “había procurado mantenerse en el olvido sin intervenir en la historia de Asia”, añadiendo que el lugar ocupado por este vasto reino daba la impresión de una tierra vacía.
La verdad es que Vicente Blasco Ibáñez no pasa tanto tiempo en Corea como en Japón, país al que le dedica varios capítulos en su libro. En Corea, en cambio, apenas desembarca en Busan y seguidamente se sube a un tren en dirección a Seúl, donde pasará todo el tiempo que estará en Corea. Es por esto que sus anécdotas son un poco limitadas, en comparación con las divertidas anécdotas de Japón, y en Corea se dedica más a analizar la situación política del momento. Veamos lo que nos cuenta sobre el asesinato de la Emperatriz Myeongseong (Reina Min) de Joseon:
Hubo una reina de Corea que, en 1895, intentó oponerse a los manejos absorbentes del Japón. Éste iba apoderándose del país con disimulo, y la reina, para contrarrestar su influencia, hizo una política nacionalista, francamente coreana, buscando apoyo para ello en los rusos, ya que las demás potencias europeas no mantenían relaciones seguidas con su patria.
Los japoneses que son el pueblo más cortés de la tierra, no reconocen obstáculos cuando se proponen la realización de un deseo. Estos hombrecitos risueños y amantes de las flores consideran la muerte como un accidente sin importancia. Y como les estorbaba la reina de Corea, enviaron a Seúl un embajador extraordinario, el vizconde Miura Goro, para que organizase simplemente el asesinato de dicha soberana.
Un grupo de bandidos a sueldo invadió pocos días después el palacio de Seúl, mientras varios piquetes de soldados japoneses ocupaban sus puertas para que nadie pudiese escapar. Varios oficiales del ejercito japonés acompañaron, sable en mano, al grupo de asesinos. Y la reina de Corea cayó hecha pedazos bajo tanta cuchillada mortal. Luego su cadáver fue quemado en un bosquecillo del parque de palacio.
A partir de este crimen político, los monarcas coreanos fueron humildes servidores del Imperio japonés, y al emprender éste su guerra con Rusia y apoderarse militarmente de Corea, no hizo más que completar una obra preparada desde algunos años antes.
Y a continuación un comentario sobre la ocupación japonesa, el desarrollo de los japoneses en Corea y la visión de los coreanos al respecto.
Hoy el ex reino de la Mañana Tranquila es un Japón continental. En los primeros años de ocupación los japoneses se mostraron brutales y crueles. Luego, al quedar dueños absolutos del país con la aquiescencia de todas las naciones, el gobierno japonés ha cambiado de conducta, dedicándose a su fomento industrial y agrícola.
Debe reconocerse que en los últimos años los japoneses llevan hechos grandes trabajos en Corea. Han saneado las ciudades, construido ferrocarriles y carreteras, y sobre todo procuran engrandecer la agricultura canalizando los ríos, creando grandes zonas de riego, repoblando con enormes arboledas las montañas, talladas por los naturales. Tal vez el gobierno de Tokio ha realizado en esta colonización, fuera del antiguo solar patrio, mayores obras que para el progreso de su propio país.
Pero a ello contestan los coreanos que las reformas no las hacen los japoneses para el bienestar de los naturales, sino para mejor desarrollo y estabilidad de las muchedumbres niponas, que han caído sobre la tierra conquistada como una nube de langosta, acaparándolo todo con su actividad absorbente y agresiva. Y esto es tan verdad como lo otro.
Una de las cosas que más le sorprende a Blasco es, ¿podéis adivinarlo? Sí, algo que nos ha sorprendido siempre a todos los extranjeros que llegamos a Corea: las tumbas en las montañas de Corea.
Hacemos otro descubrimiento que va a acompañarnos por toda China, con la repetición obsesionante de un tema infinito. Vemos en ciertos campos una sucesión de montones redondos de tierra, iguales a los que forman los agricultores para quemar las hierbas nocivas, o como las cúpulas de los hormigueros en África y América. Son tumbas. Todos los campos tienen algunas, y a veces esta sucesión de montículos ocupa colinas enteras. El japón oculta discretamente sus sepulcros. En Corea y en China la tierra amontonada sobre un ataúd queda así para siempre, y los muertos van ocupando con sus cúpulas una parte considerable del suelo que debe sustentar a los vivos.
Y el ondol (la calefacción tradicional en las casas coreanas):
Todas las viviendas, por míseras que sean, tienen un subterráneo de piedra, donde se encienden hogueras que envían su calor a través del piso de tablas.
La temperatura no es más que de doce grados bajo cero; algo primaveral para ellos, que esperan fríos más crueles.
Una cosa que me resultó muy curiosa fue este comentario sobre las gentes que se encuentra en Seúl. Que lejos de ser un lugar cerrado al mundo, parece bastante internacional
Junto al pórtico hay grupos de mercaderes ambulantes, cuyo aspecto nos hace recordar que ya estamos en la verdadera Asia. En el Japón todos son japoneses. Sólo de tarde en tarde se ve algún blanco, llegando por recreo o por negocios. En la capital de Corea nos sale al encuentro el Extremo Oriente cosmopolita.
Mezclados con los coreanos hay mongoles de alta tiara de pieles y casaca hecha con cueros peludos de oso negro; siberianos con gorro de astracán y levita de cosaco, llevando el pecho adornado de cartucheras; judíos rusos de perfil ganchudo; manchúes de estatura de gigante y chinos: los primeros chinos que encontramos. Todos ellos ofrecen pieles sueltas de cibelina, de zorro plateado, de otras bestias de pelaje precioso, cazadas en la vecina Siberia. Además venden pequeños objetos de jade, como si fuesen anuncios del arte chino que vamos a encontrar muy pronto.
Una de las pocas anécdotas del viaje de Vicente Blasco Ibáñez por Corea la encontramos cuando nos explica su reunión con el Doctor Li. Aunque he intentado investigar quién podría ser este enigmático Doctor Li, no he podido dar con dicha persona. Tendré que investigarlo más a fondo. En principio se trata de alguien que defiende la independencia de Corea y que no sólo tiene relaciones sociales con extranjeros sino que además la gente lo conoce.
Después de comer y antes de ir al teatro coreano, hablo con un periodista de Seúl, el más célebre de todos ellos, un verdadero héroe. Con el entusiasmo de la juventud, este escritor ha emprendido la generosa ventura de protestar contra la anexión japonesa y defender la antigua independencia coreana.
Sólo le sigue la clase popular, atraída siempre por los luchadores audaces y desinteresados. No tiene otras armas que su pluma y su energía. El gobernador japonés de Corea lo mete con frecuencia en la cárcel por sus artículos, pero el castigo aumenta su popularidad y su propio entusiasmo.
Cuando se reúne en Europa algún congreso diplomático, se presenta el doctor Li, que así se llama dicho joven, con una comisión de compatriotas, para exigir que sea devuelta su independencia al país de la Mañana Tranquila. Como posee muchos idiomas, le es fácil expresar su protesta. En Ginebra los señores de la Sociedad de Naciones lo han escuchado muchas veces con aire distraído. ¡Pedir que el Japón renuncia a la Corea, cuando ya la posee hace años y guarda en su propia casa, como un esclavo feliz, al último heredero de sus reyes!… Que se contente con esta única presa es lo que desean las otras potencias.
Si de tarde en tarde pasa por Seúl un hombre político o un escritor conocido, el doctor Li le visita para pedirle que aporte su concurso a la justa empresa de devolver a todo un pueblo la independencia que le arrebataron sin consultarlo.
Oigo en silencio la larga historia de trabajos y penalidades que me cuenta este propagandista de fe robusta, de tenacidad quijotesca y al mismo tiempo de una candidez asombrosa en sus ilusiones.
Está convencido que su causa triunfará finalmente, y confía para ello en Lloyd George y en los Estados Unidos. En una de sus visitas a Europa le prometió Lloyd George, sin pestañear, que Corea sería independiente dentro de diez años justos. ¡Ah, terrible burlón! ¿Por qué diez años y no nueve u once?…
Para animar a este joven generoso finjo creer en la promesa del político inglés.
-Cuando él dijo eso- añado – sus razones tendrá para afirmarlo. En lo que se refiere a la ayuda de los Estados Unidos, tal vez se vea usted obligado a esperar un poquito más, querido doctor. Antes de exigir al Japón que devuelva a Corea su independencia, los señores de Washington tendrán que ocuparse de otros dos países que se llaman Puerto Rico y Filipinas.
Otra de las anécdotas del escritor es su visita al teatro, donde no entiende nada y decide irse. De allí se va a ver unos bailes coreanos que parecen no gustarle demasiado y no acaba de encontrarles la gracia. Sobre ellos, hará el siguiente comentario:
No oso reírme de los bailes coreanos. Temo que a un empresario se le ocurra llevarlos a París con un conferencista joven que explique sus simbolismos en relación con los cánones de la nueva estética. Las damas esnobs, siempre al acecho de la última moda, pondrán los ojos en blanco al hablar de ellos, y no faltará quien escriba artículos y hasta libros sobre las sublimidades de un arte incomprensible para los miserables burgueses.
Me hace gracia porque justamente ese esnobismo sí se ha dado y se da todavía en Occidente con muchas cosas de Japón, como por ejemplo las Geishas, así como también con muchos otros aspectos de las culturas de Asia Oriental que siguen en el paraíso del exotismo oriental orquestado por el etnocentrismo cultural europeo. Ideas bastante cercanas a las del Orientalismo de Edward Said.
Finalmente, Vicente decide hacer una visita turística, y como no podría ser de otra manera, se va al palacio Gyeongbokgung, destino imprescindible para todos los turistas actuales. Y curiosamente también, hará una crítica de aquel edificio horrible que el gobierno japonés en Corea había construido en el palacio y que ya comenté al hablar del Edificio de Gobernación General japonesa en Seúl. Interesante, cómo no, la anécdota donde los guías dicen no saber nada acerca de la reina asesinada.
Visito el antiguo y múltiple palacio de los reyes de Corea. A pesar de su abandono, guarda la majestad melancólica de todo lo decaído que fue grande. Quedan fragmentos de la ancha muralla que lo defendía, con sus puertas monumentales. Los diversos pabellones ocupan pequeñas alturas. Al final de sus graderíos de piedra las columnatas de laca roja sostienen techumbres cóncavas de tejas amarillas, por cuyos filos marchan procesiones de monos de bronce y dragones quiméricos.
En un extremo del palacio está el museo coreano, que guarda objetos de las remotas dinastías, cuando la historia del país era oscura y confusa. En los edificios que forman su parte central hay una sala de recepciones, de techo altísimo, que deslumbra por la diversidad de sus colores y sus oros. Aquí se conserva el trono de los antiguos soberanos. Detrás de él cubre el muro un riquísimo tapiz de seda con bordados que representan dos faisanes de plumaje multicolor. Esta pareja de aves hermosas como el arco iris fueron bestias heráldicas del reino de la Mañana Tranquila, lo mismo que un par de dragones invertidos simbolizan siempre al Imperio chino.
Quiero ver el salón donde los japoneses dieron muerte a la reina, y los diversos guías a quienes me dirijo, asombrosos políglotas hasta momentos antes, pierden de pronto el don de lenguas y hasta el oído. No me escuchan, y si insisto no me entienden. Ninguno sabe a qué reina me refiero.
Entro en los jardines del palacio real para conocer su famoso Comedor de Verano. Es un edificio de dos pisos, sin paredes, compuesto únicamente de columnatas y un techo con amplios y elegantes aleros. Este comedor se halla en el centro de un lago y se llega a él por un puente de mármol.
El lago está helado, profundamente helado, con una congelación que llega hasta su fondo, y un enjambre de chicuelos japoneses patina sobre él, dando gritos de triunfo. No miran a los pequeños coreanos que se agrupan en las orillas; muestran la ceguera orgullosa de los hijos de los vencedores, siempre más presuntuosos y crueles que sus padres.
Un acto de bárbara vanidad indigna a todos los viajeros de buen gusto. El gobierno japonés de Corea disponía de numerosos terrenos en la capital para construir un palacio que albergase al gobernador y sus oficinas principales. Pero los vencedores mostraron empeño en levantar este edificio sobre un patio de la antigua vivienda de los reyes, e imitando torpemente la arquitectura norteamericana han elevado una mala copia del Capitolio de Washington, hecha en cemento armado, que aplasta con su masa estúpida los delicados y ligeros pabellones del viejo palacio de la monarquía coreana y los oculta a los ojos del visitante, impidiendo que aprecie su conjunto.
Más tarde le llevan de visita a Dongnimmun, la puerta de la independencia, que él considera “sin ningún valor artístico”, y de la que hablamos hace poco en esta misma web:
Después de haber visto, lejos de Seúl, el famoso Buda Blanco, imagen enorme esculpida en el corte marmóreo de una montaña, me llevan a visitar la puerta más reciente de la ciudad, un arco de ladrillo y piedra sin ningún valor artístico. Pero esta obra conmemora la independencia de Corea, hace veintiocho años, cuando la libertaron los japoneses de la “tiranía china” para apoderarse luego de ella en absoluto.
Es lugar interesante a causa de la gran afluencia de gentes que pasa por él, y me hace recordar ciertas afueras de Madrid.
(…)
De aquí arranca el camino para Pekín. Antes de que se terminase el ferrocarril a la China salían diariamente de esta puerta numerosas caravanas. Ahora todavía se forman, de vez en cuando, luengas filas de mulos y bueyes que marchan con lento paso hacia la maravillosa urbe, situada para los antiguos coreanos en los últimos confines de la tierra.
Tres días después de haber llegado a Seúl, finalmente Blasco Ibáñez parte en dirección a China en tren. Le esperan más aventuras de viaje que posiblemente veremos en una nueva entrada.
Muy interesante esta entrada. Me llama la atención que en las series históridas actuales que ponen en la tele casi nunca sale nadie fumando con esas pipas que tanto llamaron la atención a Blasco Ibáñez.
Esto lo puedes borrar si quieres. Hay pequeño gazapo, creo:”Pero los vendedores mostraron empeño” creo que debería ser “Pero los venCedores mostraron empeño” .