En 1923, el famoso escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), inicia un viaje alrededor del mundo que luego publicaría en su obra de tres tomos “La vuelta al mundo de un novelista“. En esa vuelta al mundo, el célebre escritor ya reconocido a nivel internacional por novelas como “Sangre y arena” (1908) o “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” (1916), hace su paso por tres países de Asia Oriental: Japón, Corea y China, en este orden. En aquella época, Corea estaba bajo el colonialismo japonés, mientras que en la China continental la zona de Manchuria estaba siendo disputada por japoneses, rusos y chinos y desembocaría, en 1932, con la creación del Estado de Manchukuo. En esta página web, voy a escribir en tres entradas el recorrido de Blasco Ibáñez por Asia Oriental, dedicando cada una de ellas a los tres países. Esta es la primera entrada dedicada a Japón, primer país de Asia Oriental al que el escritor viaja.
A bordo del “Franconia”, a finales de 1923, el escritor Vicente Blasco Ibáñez espera su llegada al primer puerto japonés, el de Yokohama. El día 1 de septiembre de ese año, habían tenido lugar los terribles sucesos del Gran Terremoto de Kantō donde fallecieron más de 100.000 personas. Desde el propio barco, Blasco Ibáñez, que era conocedor de la catástrofe, nos lo explica y se preocupa por la vida de sus conocidos:
Según nos aproximamos a las costas japonesas va enfriándose la temperatura y se agranda en mi interior una inquietud que viene acompañándome desde Europa.
Hace cuatro meses, a fines de agosto, estando en mi casa de Mentón, recibí una carta suscrita por dos profesores japoneses que han traducido algunas de mis novelas. Se habían enterado de mi próximo viaje y me anunciaban, con su fina cortesía nipona, un cariñoso recibimiento y varias fiestas en mi honor, cuando llegase a su país.
Seis días después, el 1º de septiembre, circuló por el mundo la noticia del gran temblor de tierra que ha destruido completamente a Yokohama y quebrantado a Tokio y otras ciudades japonesas. Nunca en los siglos conocidos de la historia humana ocurrió una catástrofe tan enorme y que causase tantas víctimas.
Marcho hacia el Japón sin haber recibido noticia alguna de allá, después del cataclismo. Por la noche miro ansiosamente hacia el punto del horizonte donde creo que están ocultas las islas japonesas.
¿Vivirán aún Hirosada Nagata, Shiduo Kasai y otros traductores míos?… ¿Encontraré a mis amigos japoneses en el muelle destruido de Yokohama, o saldrá a recibirme la noticia de su muerte?
Con esta inquietante duda se inicia el viaje de Blasco Ibáñez por Japón que lo llevará a Kamakura, Tokio, Nikkō, Kioto, Nara, Osaka, la isla de Miyajima y finalmente Shimonoseki, desde donde partirá a Busan, en la Corea colonial japonesa. Este es un viaje muy interesante para los lectores del s. XXI, porque podemos ver cómo era el Japón de hace más de 90 años. Podemos sentirlo más próximo, al ser este viajero hablante de nuestra lengua, y podemos conocer de primera mano cómo estaba Japón meses después del catastrófico terremoto. Acompañemos al novelista en este viaje donde voy a poner aquellas partes que me han parecido más interesantes. Por supuesto, el relato es muchísimo más largo conteniendo grandes dosis de información importante. Todo el relato puede leerse online en la web de la biblioteca virtual Cervantes o en cualquier edición en papel de la novela “La vuelta al mundo de un novelista“. El libro contiene muchas explicaciones sobre Japón, algunas históricas que hoy en día son entendidas de otra manera, otras son percepciones del autor, y muchas informaciones que a día de hoy siguen vigentes. Resulta curioso ver cómo desde hace 90 años algunos destinos turísticos no han cambiado, y los muchos cambios que ha habido desde entonces. Sin duda, es un buen ejercicio para conocer cómo el archipiélago japonés era visto en aquella época a ojos de un occidental.
Antes de llegar a Japón, ¿se imaginan cuál es la primera imagen de Japón que tiene desde el barco? Sí, el icónico y archiconocido, monte Fuji.
Un grito de curiosidad y admiración circula de pronto por las cubiertas, saludando un descubrimiento. Acaban de rasgarse y disolverse los vapores del horizonte, el cielo queda limpio, y a enorme altura vemos una especie de nube sonrosada y triangular que refleja la luz del sol. Todos la reconocemos. Es el célebre Fuji-Yama (monte Fuji), el volcán desmochado y con eterna esclavina de nieve que aparece en tantas estampas y tantos biombos y abanicos japoneses, como resumen de las bellezas de la tierra nipona.
No conozco montaña que dé una sensación de abrumadora enormidad como este volcán, situado en el país de la pequeñez graciosa, de las casitas que parecen juguetes, de los paisajes creados para muñecas. Muchas cimas famosas de los Andes y del Himalaya no despiertan la misma admiración, por estar rodeadas de una escalinata descendente de montañas secundarias que disimulan su altitud. El Fuji no tiene a su alrededor nada que le encubra. Corta el horizonte con los perfiles completos de sus laderas, desde la base hasta el cono truncado de su cumbre, en otro tiempo puntiaguda y ahora horizontal, por haber volado parte de su cráter una remotísima erupción. Las montañas que le rodean y las costas inmediatas nos parecen muy bajas. El gigante vive en un aislamiento orgulloso, acaparando la mayor parte del horizonte, envuelto en su manteleta de nieves, que se acorta o crece según las estaciones del año, prolongándose en onduladas franjas.
Al llegar a Yokohama, el lamentable estado a causa del terremoto sobrecoge al escritor, que describe así cómo se encontraba la ciudad y cómo era antes de la catástrofe:
…descubrimos Yokohama de un extremo a otro, sin que nada nos impida apreciar de golpe el aspecto de su desolación inmensa.
Yo he visto Reims después de varios meses de bombardeo; he visitado durante la última guerra poblaciones destruidas sistemáticamente por la invasión alemana; pero el horror de esta ciudad enorme sacudida en sus cimientos por los temblores del suelo y consumida luego por las llamas es mucho más impresionante y doloroso. El hombre, a pesar de sus maldades científicas, no puede realizar en años la labor destructiva que una naturaleza inconsciente obra en el transcurso de unos minutos.
Vemos filas interminables de almacenes y fábricas que sostuvieron hace cuatro meses una techumbre y ahora no son más que tapias de corral derruidas. No hay nada que corte el horizonte verticalmente, ni una torre, ni una casa de dos pisos. Todo está por el suelo. Ninguna obra se atreve a ir más allá de la estatura humana. Algunos muros chamuscados por el incendio, que parecen simples cartas, los van señalando los viajeros que conocieron Yokohama antes del terremoto. Allí estaban los grandes bancos, los almacenes de múltiples pisos a imitación de los de Nueva York, varios hoteles iguales por sus comodidades a los «Palaces» más famosos.
Yokohama tenía su Gran Hotel, construcción altísima que era un motivo de orgullo para la ciudad. Los que presenciaron el cataclismo se valen siempre de la misma imagen para describir su destrucción. Desapareció como los helados en forma de pirámide que se sirven a los postres de una comida y son cortados en rodajas por el cuchillo de los comensales. Al sacudirlo el estremecimiento telúrico, un cuchillo invisible lo fue partiendo en pedazos, y éstos cayeron uno sobre otro, llevando cada cual en las celdillas de su interior una agitación de pobres insectos humanos aullando de miedo o enmudecidos por el espanto.
Los que conocieron el Yokohama de hace cuatro meses recuerdan los esplendores de sus grandes calles, embellecidas por el comercio. Aquí estaban las mejores tiendas del Japón, joyerías, depósitos de perlas, de sedas, de alhajas. Además, por ser puerto terminal de las grandes líneas de navegación, algunos de sus barrios tenían la alegría ruidosa y pintoresca que gozaron siempre los lugares marítimos famosos, desde la más remota antigüedad. Había calles enteras de teatros, de cinematógrafos, de casas de té, abundantes en bailarinas y cantoras, y de otros establecimientos con mujeres pintadas vistiendo kimonos floridos y esperando en la puerta el momento de la servidumbre sexual, con la tranquilidad propia de un país que, hasta hace pocos años, consideró la prostitución industria útil, sin deshonra para las familias de las hembras que la ejerciesen.
Estas descripciones del terremoto acompañarán al novelista durante la primera parte de su estancia en Japón, especialmente en Tokio, donde el terremoto tuvo un fuerte impacto. Después, a la salida de la región de Kantō, los recuerdos del terremoto desaparecerán. Más allá de las descripciones detalladas, de las explicaciones culturales e históricas y de cualquier otra información que el novelista quiere ofrecer a sus lectores, yo he optado por centrarme en aquellos aspectos que me resultaban más curiosos, por ejemplo, algunas de las relaciones de Blasco con los japoneses que le llevaron a diversas situaciones divertidas, así como descripciones de lugares que conocemos hoy en día y que pueden resultar curiosos. Para nuestra tranquilidad, los traductores por los que él temía están sanos y salvos y van a recogerlo a su llegada a Japón. Sobre ellos nos dice:
Todos mis amigos son japoneses, pero hablan fácilmente el español. Unos lo han estudiado sin salir del país; otros estuvieron en Filipinas o vivieron largas temporadas en las repúblicas sudamericanas del Pacífico. Llegan con ellos dos europeos: don José Muñoz, profesor de lengua y literatura españolas en la Universidad de Tokio, y un joven portugués muy inteligente, llamado Pinto, que enseña a los estudiantes japoneses la lengua y la literatura de su país.
(…) Al frente de nuestro grupo va un profesor llamado Kanazawa, que ha sido comisionado por el Ministerio de Negocios Extranjeros para guiarme y acompañarme mientras esté en el Japón. Este señor, que conoce su país como muy pocos, es autor de un diccionario japonés-español, y ha vivido en Chile, Perú y otros países americanos de lengua española. Muestra una inteligencia muy ágil, y su cortesía resulta extraordinaria aun en este país donde los hombres pueden ser considerados como los más corteses de la tierra.
El primer lugar que visita Blaco Ibáñez es Kamakura, donde se encuentra el Gran Buda y del que dice:
Lo más célebre en ella es el Daibutsu o Gran Buda, imagen la más completa y hermosa que existe del divino Gautama (…) El Daibutsu es verdaderamente hermoso. Tiene en su rostro una calma dulce y sonriente, que acaba por penetrar en el alma del que lo contempla.
De Kamakura partirá en tren hasta Tokio, y aquí empieza lo mejor del viaje, porque es cuando Blasco empieza a tener contacto directo con los japoneses, cuando comienza a comprender de primera mano sus actitudes y es el principio de todas las anécdotas que le ocurrirán durante el viaje. Como vamos a ver a continuación, las experiencias de Vicente Blasco Ibáñez en 1923 no son muy diferentes de las experiencias de los viajeros actuales. De hecho, muchas de las cosas que vamos a leer podríamos leerlas hoy en día tranquilamente en cualquiera de los blogs de viajeros o residentes en Japón de la actualidad. ¿No me creen? Echemos un vistazo a cómo fue su experiencia en los trenes japoneses y comparémoslo, por ejemplo, con el metro de Tokio actual:
Siguiendo las indicaciones erróneas de un hombre con gorra galoneada, nos metemos en un vagón de primera clase, y poco después se llena éste de japoneses que van a Tokio. Estamos en un tren ómnibus de los que parten cada quince minutos. Cuando pretendemos salir nos es imposible conseguirlo. Una masa compacta de hombres agarrados a las anillas blancas del techo o apoyados en las espaldas de los vecinos obstruye las dos puertas.
Resulta admirable la agilidad del japonés. Siempre encuentra el medio de deslizarse entre los obstáculos, instalándose finalmente donde parecía imposible que pudiese caber uno más. Parte el tren, y lo mismo los que ocupan las banquetas que los que se sostienen de pie, reflejando en su balanceo los vaivenes del vagón, sacan de su bolsillo un periódico y empiezan a leer.
Podríamos añadir a ese periódico hoy en día algún libro, manga o teléfono móvil y la imagen sería prácticamente igual. Blasco Ibáñez, sentado en un asiento del tren, aplastado por la marabunta japonesa, supongo que un poco incómodo, con su bigote y su sombrero occidental, comienza a curiosear todo lo que tiene alrededor. Se fija en que hay japoneses vestidos a lo occidental, a los que llama “nipones modernizados” y a los que considera feos. También se fija en los calcetines con dedos que parecen guantes y en la forma de ser de los japoneses. De repente, una anécdota sucede, y es que Blasco Ibáñez en esa época es alguien famoso y parece ser que algún pasajero lo ha reconocido:
Uno de los que leen de pie me mira de pronto con interés y vuelve a fijarse en su periódico, como si estableciese una comparación. Yo he visto desde mucho antes que en todos los diarios que leen los viajeros figuran varios retratos míos. Sonríe mi compañero de viaje con una satisfacción pueril al convencerse de que, efectivamente, soy yo el que aparece en su periódico, y soltando la anilla que le sirve de sostén lleva ambas manos a sus rodillas y se inclina todo lo que puede, saludándome. Los otros, sin que circule palabra alguna, por una especie de aviso telepático, van fijándose igualmente en mí para compararme con la imagen de sus papeles, y repiten el saludo o idénticas sonrisas, teniendo yo que contestar con los mismos ademanes a tales extremos de la cortesía Japonesa.
Me resulta muy cómica la situación de los saludos, y no será la única vez que le suceda. Al llegar a Tokio nos describe la ciudad y nos habla de los estragos que ha causado el terremoto. También nos habla de cómo es la sociedad y la mujer japonesa. Me sorprende la mentalidad “abierta” de Blasco Ibáñez y su crítica hacia la sumisión de la mujer frente al hombre en el Japón tradicional, y es que, pese a la distancia en el tiempo y algunos argots que utiliza en sus descripciones, se ve en Blasco Ibáñez a un hombre de mundo, un señor que conoce varios países y culturas y que dejaría en evidencia a más de un viajero actual o residente de algún país de Asia Oriental que parece que no haya salido nunca de su aldea española. Me gusta la educación que procesa y el respeto que tiene hacia los japoneses, y cómo en ningún caso los ridiculiza o menosprecia, más allá de sus gustos personales donde piensa que son feos o los describe como un pueblo de señores bajitos, algo que se repite bastantes veces a lo largo de los capítulos del libro. Recordad que estamos hablando de 1923, por lo que hay que situar siempre la mentalidad del autor en la concepción social de aquella época. Japón llevaba pocas décadas abierto al mundo, y el turismo de aquellos años nada tiene que ver con el de hoy en día. La mentalidad occidental era muy diferente a la de ahora y venía de un post-colonialismo racista del que aún tardaríamos algunas décadas en quitarnos de encima, al menos superficialmente.
Blasco no se acaba de adaptar a Japón. Para él la comida japonesa no es agradable:
Por amor a lo pintoresco y lo exótico, no diré la mentira enorme de que me parece agradable la cocina japonesa. Además, a los pocos segundos de estar sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, empiezo sentir los dolores de un lento y creciente suplicio. Colocan delante de cada uno de nosotros una mesita que es en realidad un pequeño banco y apenas si levanta dos palmos del suelo. Sobre este taburete de laca, las pequeñas criadas, sonrientes y graciosas como gatitas, van depositando platos no más grandes que tazas y con los manjares en tan exigua cantidad, que nuestro banquete parece una comida de muñecas.
Para mí basta con lo que me dan, y pasaría seguramente un mal rato si me obligasen a comerlo por entero después de probarlo. Voy conociendo el sabor del pescado enteramente crudo, tal como lo sacan de las profundidades oceánicas, de la médula de bambú aderezada con vinagre, y otros platos cuya composición me abstengo de preguntar. Mi única defensa nutritiva es un tazón lleno de arroz hervido, que hace las veces de pan.
A Vicente Blasco Ibáñez le han obsequiado con una cena tradicional, y una pequeña celebración con Geishas. Explica en detalle sobre sus ropas, su maquillaje y los instrumentos. Parece disfrutar de lo japonés, sin embargo, ofrece una crítica al amor incondicional que algunos extranjeros sienten por lo exótico del país nipón, como el mismo amor incondicional que tienen algunos blogs actuales, y nos dice cómo es el Japón real de la época:
Todo el que llega a este país con la memoria llena de lecturas literarias pregunta por las geishas, desea verlas, creyendo que son la representación femenina del país. Es algo semejante a lo que ocurre en España cuando los extranjeros desean ver gitanas, creyendo que todas las españolas son la Carmen de Merimée, o a la candidez de ciertos visitantes de París, que se imaginan conocer a la mujer francesa porque conversaron y bebieron con las danzarinas nocturnas de Montmartre.
Algunos escritores europeos, después de cohabitar en un puerto del Japón con una musmé de alquiler, la han exaltado y glorificado con su genio artístico, hasta hacer de ella el símbolo de la feminidad nipona.
Esto es hermoso, pero completamente falso. En el Japón existen la esposa, la madre, la hija, mujeres de resignadas y virtuosas costumbres, que forman la inmensa mayoría de la población femenina, y existe igualmente la geisha, cada vez menos numerosa y más decadente, que es la bailarina y la música de los lugares de diversión.
Esta especie de cocota nipona fue en otros tiempos, antes de que el Japón adoptase las costumbres occidentales, algo así como una institución nacional, destinada a satisfacer necesidades psicológicas más que físicas.
Para explicar esto con más claridad, necesito decir que en el Japón no existe el amor como lo entendemos los occidentales, y si alguna vez llega a nacer, es de un modo dramático e ilegal, fuera de la casa, al margen del matrimonio. El japonés constituye su familia bajo la dirección indiscutible de sus padres, que lo casan sin tomarse la molestia de consultar su opinión. Lo mismo los casaron a ellos e igualmente fueron contrayendo matrimonio sus remotos ascendientes en el curso de siglos y siglos.
Un amigo mío, profesor de lenguas europeas, me cuenta el breve y estupendo diálogo que tuvo hace pocos días con uno de sus discípulos.
—Mañana no podré venir a tomar mi lección, maestro, porque me caso.
Coge el profesor con extrañeza tal noticia. Nunca le había hablado su alumno de noviazgos. ¿Cómo ha guardado esto en secreto hasta el último momento?… ¿Quién va a ser su esposa?..
—No sé —contesta el joven—. No la conozco. Todo lo han arreglado mis padres, y fue ayer cuando me dijeron que debo casarme mañana.
El japonés somete a su esposa a un régimen despótico, con arreglo a la tradición, y ésta le obedece en todo, sin la más leve protesta. Es posible entre ellos un plácido compañerismo, un afecto tranquilo y fraterno, pero no el amor tal como se ve en novelas y dramas. Por esta razón la literatura occidental sólo empieza a ser comprendida un poco por los japoneses que viven a la moderna y han viajado. Los demás, al leer obras célebres en Europa que sistemáticamente tienen por base el amor, levantan los hombros y sonríen como en presencia de algo infantil, indigno de respeto.
Y algo que me pareció muy curioso, en relación a la prostitución y a cómo lo ven los japoneses y que quizás, haya evolucionado hasta hoy día en situaciones que actualmente nos sorprendan:
Como la mujer fue considerada siempre inferior al hombre, no mereciendo ningún aprecio moral, la prostitución ha sido tenida hasta hace poco como una industria femenina, sin consecuencias para el honor de las familias.
Los padres vendían sus hijas a las grandes casas del Yosiwara. Las familias decentes, cuando salían a paseo por la noche, se encaminaban a dicho barrio, a causa de la animación de sus calles esplendorosamente iluminadas y a la enorme cantidad de teatros y establecimientos de danza confundidos con las mancebías en este lugar de placeres. Las hijas de buena familia saludaban a sus amigas que, vistiendo kimonos de regia suntuosidad, se mostraban en los escaparates, esperando la orden de un cliente. Luego conversaban con ellas, sin ninguna extrañeza, considerando natural este cambio de situación.
El viaje a Nikkō
Días después, Vicente Blasco Ibáñez abandona la urbe de Tokio para sumergirse en el Japón más tradicional. Lo hace viajando hasta Nikkō para visitar sus templos hermosamente adornados. El viaje lo hace en tren y como tentempié decide comprarse un bento, lo normal, vaya:
Llevo varias horas de viaje en el tren. Llegaremos a Nikko muy entrada la noche, y creo oportuno comprar un bento para comer en el vagón.
El bento es una caja de madera blanca llena de comestibles, que venden en todas las estaciones. El arroz hervido está en una cajita de cartón con los correspondientes palillos para comerlo. Los otros manjares van envueltos en papeles de seda, con la prolijidad y limpieza de un pueblo de grandes embaladores. Además, me entregan una tetera de barro rojo con su tacita, para que remoje mi banquete a la japonesa con la bebida nacional.
Se muestra la exquisita cortesía nipona hasta en la preparación de esta cena comprada. El papel de seda que envuelve la caja lleva el siguiente saludo, que me traduce un amigo: «Sabemos que el presente bento es indigno de usted, pero sírvase aceptarlo por bondad».
Se me hace bastante divertido imaginarme a Vicente Blasco Ibáñez en un tren camino de Nikkō comiendo un bento con palillos. Al final te das cuenta de que aquellos viajes de hace 90 años no son tan diferentes de los que podemos hacer hoy. Al legar a Nikkō, nuestro escritor se aloja en el Hotel Kanaya, un hotel muy famoso que hoy en día todavía sigue funcionando y que ha alojado a muchas personalidades y famosos a lo largo de su historia. En Nikkō, el novelista visita los famosos templos, pasa por el puente rojo y habla de los tres monos icónicos que se tapan los ojos, orejas y boca. Leyendo su historia por Nikkō me llamó la atención el siguiente fragmento que habla de una fotografía. Mi felicidad fue completa cuando, buscando por internet, pude dar con dicha fotografía, algo que me pareció increíble. Por desgracia, el lugar de donde la saqué, la biblioteca Cervantes Virtual, dice que la foto se tomó en Hiroshima, una ciudad por la que Blasco pasó de largo y que si no me equivoco ni siquiera nombra en el libro, lo cual me lleva a pensar que las personas de la biblioteca Cervantes Virtual no se han leído “La vuelta al mundo de un novelista”. Sobre esta fotografía, lo describe así:
Se acerca a mí un fotógrafo que va con kimono negro y ha abrigado su máquina, de una lluvia finísima, bajo enorme paraguas de papel. Pasa el día junto al puente rojo retratando a los compatriotas que llegan de todo el archipiélago para conocer la Montaña Sagrada. «Quien no ha visto Nikko —dice un refrán japonés—, que no use la palabra “maravilla”».
Varios niños con kimono a redondeles y las piernas lívidas de frío pasan hacia una escuela inmediata. Al ver que el fotógrafo se dispone a trabajar, hacen alto, me sonríen con sus caras de luna llena, contraen los ojitos oblicuos, hasta no ser estos más que delgadas rayas, y se van aproximando poco a poco, humildes y suplicantes. Desean retratarse conmigo. Nunca verán la fotografía, pero les parece algo extraordinario, que los coloca por encima de todos sus camaradas, alinearse ante un aparato fotográfico al lado de un occidental.
Mientras los más tímidos miran a distancia, tres de ellos se colocan a mi lado, esperando con una tiesura militar el término de la importante operación.
Estando en Nikkō, Vicente Blasco Ibáñez decide salir del hotel una mañana para explorar la montaña y los templos. Lo hace solo y le lleva a presenciar un ritual sintoísta donde él es el único espectador. Resulta muy interesante su relato, explicado con detalles que nos hacen transportarnos a ese mismo momento y lugar. Sin embargo, para mí, lo más divertido llega después, cuando se pierde. Cansado de no saber por dónde va y por miedo a adentrarse en el bosque, decide esperar al lado de una estatua de Buda en un camino a que alguien que aparezca pueda ayudarle, y sucede lo siguiente:
Convencido de que cada vez me extraviaré más si continúo andando, espero junto a un Buda de piedra roída, nimbo ojival y zócalo de musgo, el tránsito de algún japonés que se apiade de mí. En lo alto de las murallas verdes, los rayos del sol indican que ya ha pasado el mediodía. Pienso con envidia en mis amigos, que estarán almorzando a esta hora.
Se presenta el hombre providencial: un japonés vestido a la antigua, con kimono oscuro a redondeles blancos y zuecos en forma de banquitos.
—¿Kanaya Hotel? —pregunto con telegráfica concisión para que me entienda.
Él sonríe, y con una mímica precisa me va indicando la marcha que debo seguir: primeramente mi sendero a mi izquierda, luego otro a la derecha, hasta que llegue al río. Siento necesidad de expresarle mi agradecimiento en una forma extraordinaria, la mejor que pueda encontrar. El desprecio con que me trataron los bonzos me ha hecho humilde, con un encogimiento cortés de asiático. Apoyo las manos en mis rodillas, luego me inclino como si fuera a echarme de cabeza en el suelo, y digo por dos veces:
—¡Arigató! ¡Arigató!…
Es una de las palabritas que aprendí en el buque: «¡Muchas gracias!», en japonés.
Mi salvador, sorprendido y agradablemente impresionado al oírme hablar en su idioma, lanza una risotada que en Europa resultaría ofensiva. Pero el japonés ríe siempre; considera el gesto triste, cuando se dirige a un extranjero, como algo incompatible con la buena crianza. La risa acompaña sus más diversas y contradictorias manifestaciones. Es igual al silbido del norteamericano, que le sirve indistintamente para expresar su entusiasmo o su protesta. Yo he visto japoneses reír mientras me explicaban los horrores del terremoto en Yokohama y Tokio. Pero su risa era una cortesía, y a través de ella se dejaba adivinar la emoción profunda del narrador.
Ríe este transeúnte de satisfacción, halagado en su vanidad patriótica, porque cree encontrar un occidental que conoce su lengua. Empieza a hablarme, mientras hace profundas reverencias, con la certeza de que puedo entender su facundia creciente. Yo no hago otra cosa que repetir mis doblegamientos a la japonesa y mi única palabra de gratitud. Calla al fin, convencido de mi ignorancia, mas no por esto cesan sus cortesías.
Uno de los dos se cansa antes que el otro de encorvar su espinazo… Al fin, me veo siguiendo la dirección indicada por él. Vuelvo mis ojos para contemplar por última vez a este hombre de risa franca y alegría infantil que me ha socorrido cortésmente, cuyo nombre ignoro, y al que no volveré a ver nunca en mi existencia.
Está inmóvil en medio del sendero, y al notar que le miro, se inclina otra vez, reanudando sus ceremoniosos saludos. Yo hago lo mismo… Y todavía cruzamos una media docena de reverencias, queriendo cada cual ser el último.
No se me ocurre sonreír, ni aun en el momento presente, al recordar tal escena. Las cosas de nuestra vida son grotescas o no lo son, según su ambiente.
Para mí es muy divertido imaginarme a Blasco Ibáñez diciendo la única palabra que sabe en japonés mientras saluda inclinándose como un japonés… hasta que se cansa. Aunque él termine diciendo que ni siquiera después se le ocurre reír y profese un grandísimo respeto hacia la cultura nipona, no deja de ser una situación cómica que se ve agrandada ahora en el s XXI, cuando lo recordamos con su seriedad de principios de siglo XX, porte señorial, gorro occidental y bigote de la época.
De Nikkō a Kioto
El siguiente viaje lo hará a Kioto, ciudad totalmente tradicional, con algunas modernidades como los cinematógrafos (cines) y donde ver extranjeros caminando por las calles es difícil. En este sentido es interesante ver cómo ha cambiado Kioto, de ser un lugar tan tradicional a ser una ciudad bulliciosa de turismo, donde escuchar lenguas extranjeras por las calles es lo más común en estos días, ya que todo aquel que viaja a Japón, después de la modernidad de Tokio, viaja a Kioto en el Shinkansen para contemplar el Japón más tradicional. Hoy en día el viaje lo hacemos en unas horas, Vicente Blasco Ibáñez tardó un poquito más: “Paso una noche en el tren entre Tokio y Kioto“, nos comenta. De Kioto, como en Nikkō, recibimos mucha información del Japón más tradicional, nos habla de sus templos (él les llama “pagodas”) y aunque no dice los nombres, creo adivinar en ellos Sanjusangen-do y Kiyomizu-dera, así como las calles de Higashiyama que, curiosamente, no han cambiado demasiado. En aquellos años los pocos turistas que había paseaban por allí visitando las tiendas de figuras religiosas y otros “souvenirs” de la época. De esta estancia en Kioto, lo que me encantó, fue su experiencia con cierta película que ponían en el cinematógrafo de allí:
El cinematógrafo de origen americano bate al teatro japonés en el Yosiwara de Kioto, como ocurre en tantos otros lugares de la tierra. Hay más salas cinematográficas que escenarios, y la gente de kimono penetra en ellas a borbotones.
En uno de dichos establecimientos atrae mi atención un cartel monumental de muchos metros cuadrados que cubre gran parte del cielo sobre el remate de la fachada. Veo pintados en él unos hombres-libélulas, de cintura sutil. Saltan como insectos, con un trapo en la mano, perseguidos por una bestia cornuda que parece lanzar fuego por sus narices. Tal vez es una escena de la prehistoria. Luego me hace recordar vagamente las corridas de toros.
Mis ojos tropiezan más abajo con un gran rótulo en japonés, y al lado, entre paréntesis, la traducción inglesa (Blood and Sand). Es el film de mi novela Sangre y arena hecho en los Estados Unidos. Luego voy descubriendo, a los dos lados de la puerta, anuncios multicolores con escenas de la obra y retratos de los artistas.
Todos estos carteles de procedencia norteamericana han sido reformados a la japonesa, tal vez para armonizarlos con la corrida de toros fantástica que se exhibe en lo alto. A Rodolfo Valentino, protagonista de la obra, que las mujeres de los Estados Unidos llaman «el hombre más hermoso del mundo», le han acortado la nariz y subido las cejas con un pincel irreverente, para disimular su fealdad de blanco y que se aproxime a la belleza de un buen mozo japonés. Los demás artistas también han sufrido iguales transformaciones. Hasta encuentro una fotografía mía, que sólo llego a reconocer por ciertos detalles del traje, y me veo en ella con la nariz recta y corta, las cejas oblicuas y un aire feroz, semejante al de los Hércules japoneses que viven de luchar en público.
No importa. Este descubrimiento me tranquiliza, y ¿por qué no decirlo?, me halaga, proporcionándome una de las satisfacciones mayores de mi vida.
¡Bendito cinematógrafo! Algo representa haber nacido en una ciudad de provincia, al otro extremo del mundo, y al venir a Kioto la Santa encontrar mi retrato y mi nombre en las calles bulliciosas del Yosiwara.
Interesante saber que ya por aquella época el cine estaba apartando al teatro y la gente acudía en masa a ver las películas de Rodolfo Valentino. Pero más interesante el “cartel raro” para “Sangre y arena”. Me hace gracia porque justo el año pasado en Kioto vi un cartel de un anuncio de seguros donde salían unos japoneses vestidos de toreros. Fue inevitable la coincidencia y recordar una experiencia similar. Además, lo que más me gusta de su anécdota es saber que los japoneses modificaran las caras incluyendo la suya y que el hombre se lo tome con humor. Aunque he buscado el cartel por internet, me ha sido imposible encontrarlo.
Después de Kioto, pasa por Uji de donde dice que se hace el té tradicional japonés. Hoy en día Uji sigue siendo un lugar importante precisamente por el té, por lo que podemos observar que pocas cosas han cambiado desde entonces. También habla de Nara que hoy en día todo el mundo conoce por sus ciervos. ¿Y entonces? ¿Cómo era Nara en 1923?:
El Parque Sagrado de Nara tiene siempre una población de venados, que se renueva hace más de mil años, sin cambiar de sitio. En la actualidad son unos setecientos los que trotan por sus senderos confiadamente, saliendo al encuentro de los transeúntes, para toparles con un testuz suave, si no les ofrecen algo de comer.
Pues parece que exactamente igual que ahora. De allí parte hasta Osaka, de la que dirá:
Osaka es la ciudad más populosa del Japón, después de Tokio. En sus barrios céntricos, muchos edificios de pisos numerosos tienen en sus puertas chapas metálicas con rótulos de sociedades industriales.
(…) En Osaka se vive ya muy lejos del antiguo Japón, visto en los libros y las estampas.
Nombra el puerto de Kobe y el castillo de Himeji, por donde pasará de largo para ir en dirección a Shimonoseki y allí:
Luego un buque del país me llevará a Pusán, puerto de Corea, atravesaré este ex reino que los japoneses se han apropiado, seguiré a través de la Manchuria, que ocupan igualmente con carácter temporal, entraré en China, viviré en Pekín, y cruzando gran parte del Imperio Celeste, convertido hoy en República, llegaré a Shanghai, donde me esperará el paquebote con mi dormitorio flotante lleno de libros y recuerdos.
Sin embargo, antes de llegar a Shimonoseki hace una parada en la isla de Miyajima. Una isla que ya era un destino turístico famoso en 1923. La describe de la siguiente manera:
Abandonamos el tren para visitar la famosa isla de Miyajima, la Arcadia japonesa, un pedazo de tierra «donde nadie nace y nadie muere».
El viajero que llegando por occidente ha desembarcado en Nagasaki y aún no ha visto nada del país, se siente profundamente impresionado por la paz campestre de esta isla. Los que vienen del interior del Japón después de haber visitado la selva de Nikko y el parque sagrado de Nara, no pueden sentir del mismo modo las impresiones avasallantes de la novedad
Todo lo que representa la vida moderna, con sus ruidos incómodos y sus hediondeces, está prohibido aquí. Ningún perro puede entrar en Miyajima, para que los venados no sufran alarmas ni miedos. Además, no se toleran en la isla automóviles, carruajes de caballos, ni simples korumas. Todos deben marchar por sus pies, como en los primeros tiempos de la creación. La gasolina es contrabando. Tampoco son permitidos el telégrafo, el teléfono y la luz eléctrica.
Hasta hace cincuenta años estaba prohibido igualmente nacer o morir dentro de la isla. Las mujeres embarazadas y los enfermos eran embarcados para la orilla de enfrente. La dulzura de una paz inalterable rodeaba a los habitantes de este paraíso. Todos sonreían. Jamás sonaba una mala palabra, ni las voces coléricas de una contienda.
Ahora la isla feliz conserva sus ciervos familiares y dulces, su arboleda sagrada y rumorosa, pero los habitantes humanos han cambiado. Se nace y se muere sobre su suelo, como en las demás tierras. Hay enfermos, y además hay hoteleros rapaces, que se han establecido en ella atraídos por la gran afluencia de visitantes.
El monumento religioso más frecuentado es una pagoda a orillas del mar, con la plataforma montada sobre pilotes. Aguas adentro, un tori enorme hunde sus dos columnas de madera en la superficie tranquila, que refleja su imagen. Es tal vez el pórtico más hermoso del Japón por su emplazamiento marítimo. En cambio, el templo inmediato, cuando baja la marea y queda en seco sobre sus hileras de postes, tiene el aspecto de un balneario.
En su ruta a Shimonoseki, en el último momento de su viaje por Japón, nos hace notar la presencia de una personalidad que llama su atención, el príncipe de Corea:
Cuando tomamos el tren para continuar nuestra marcha hacia Shimonoseki, nos encontramos con un compañero inesperado de viaje, cuya persona atrae una afluencia oficial en todas las estaciones importantes. Es el príncipe heredero de Corea, que va a pasar una temporada en la capital del país regido en otro tiempo por sus ascendientes. Esto de príncipe heredero no es más que un título. Nada puede ya heredar, pues el reino de Corea se lo anexionó definitivamente el Japón en 1910
A este heredero sin corona, instalado en Tokio, cerca del gobierno, lo casaron con una japonesa de gran familia, para tenerlo de tal modo en la más absoluta sumisión. Gran número de policías, con uniforme o en traje civil, avanzan sobre la nieve, llevando cada uno de ellos un farol redondo de papel. Entre las dos filas de resplandores rojos y amarillos que danzan sobre el suelo blanco veo venir al príncipe, un personaje asiático, de aspecto decadente, vestido de general japonés y mirando a un lado y a otro mientras sonríe tímido e inquieto.
Delante de él marcha su esposa con una petulancia militar, balanceando marcialmente un brazo, irguiéndose para que la crean más alta, dentro de su gabán de viaje rematado por un sombrero a la moda de Europa. Un oficial va pegado a ella para defenderla de la nieve con un paraguas abierto de brillante cartón. Todas las atenciones son para la japonesa. El marido la sigue como uno de tantos individuos del séquito.
Finalmente,Vicente Blasco Ibáñez tomará esa noche invernal, de frío y nieve, un barco que lo llevará a la gélida Corea, donde le esperan más aventuras que contaré en la segunda parte de este interesante viaje. De Japón, el novelista nos deja una crónica abundante de recuerdos, experiencias y explicaciones de la vida en el país nipón, de su sociedad, de su historia y de los últimos acontecimientos, como el terremoto de Kantō de 1923 o un atentado sufrido por el Emperador.
Leído ahora, con más de noventa años de diferencia, uno se da cuenta de que en muchas cosas no hay tantas diferencias y que la esencia del Japón actual se iba formando poco a poco ya desde esos años. Este viajero peculiar, escritor universal y hombre de mundo, tiene más respeto que muchos viajeros actuales, así como las mismas sensaciones, anécdotas y curiosidades que podrían sucederle a cualquier turista de ahora. Quizás por eso me parezca un personaje cercano y respetable al mismo tiempo.
…continuará en Corea.
Interesantísima reseña del viaje de un hombre culto, que con gran respeto describe al Japón de aquella época, me atrapó sin duda tu manera de reseñarlo.
Muchas gracias!, me alegro de que le haya gustado.
¡Me ha fascinado!
Describe todo con tanta naturalidad que se hace muy entrañable y ameno leerlo.
No conocía esta obra de Blasco Ibañez pero gracias a tu artículo me ha picado el gusanillo y preguntaré por ella en la biblioteca y las librerías de mi pueblo.
Gracias por mostrarme algo nuevo y tan interesante.
Estos diarios de viaje de los occidentales de principios de siglo son una joya para hacerse una idea de cómo era aquella época 🙂